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Dijo alguien una vez que temía a los hombres de un solo libro
00:03 domingo 4 agosto, 2024
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Dijo alguien una vez que temía a los hombres de un solo libro. Yo también los temo, porque suelen ser duros, intolerantes y necios, cuando no monótonos. Un amigo mío que no había leído en su vida más que una novela, ¡cómo la sacaba a colación cada vez que podía! Cuando, por ejemplo, hablaba de la tristeza, inmediatamente pronunciaba el nombre de Charles Bovary, quien, según él, había sido el hombre más triste del planeta. Yo no estaba de acuerdo en otorgarle a este hombre la palma de oro de la tristeza, pues Bartleby, el escribiente, me parecía mucho más triste aún que él; incluso se la hubiera dado antes a Gregor Samsa (el protagonista de La metamorfosis, el terrible relato de Franz de Kafka), o incluso a Alondra (esa joven fea y melancólica que aparece en una novela del escritor húngaro Deszö Kozstolányi); sin embargo, mi amigo no pensaba sino en «el pobre Charles» y en las sucesivas infidelidades que tuvo que padecer sin deberla ni temerla, como suele decirse. ¡Claro, como lo único que había leído era Madame Bovary!... Una vez este amigo, dio una conferencia titulada La globalización y otros males planetarios ante una audiencia más o menos crecida que le aplaudió mucho final. Pues bien, ¿me creerán ustedes si digo que antes de terminar su discurso dijo: «Verán ustedes, ocurre en estos asuntos como con Emma Bovary, pues esta infiel mujer, señores»…? Y esto, claro, ya era demasiado, pues ¿qué tenía que ver Emma Bovary con problemas como el del calentamiento global y la irritación de los osos polares? Para que leyera otras cosas y no saliera siempre con el mismo cuento, le regalé un día a este amigo varios libros, entre los cuales estaba nada menos que Pedro Páramo, acaso la mejor novela que se haya escrito en este triste, violento y terregoso suelo mexicano. Y él, por supuesto, los aceptó con entusiasmo, aunque no sin decirme antes: «Te agradezco el obsequio, pero debo advertirte que yo ya he leído el libro de mi vida». ¡En una palabra, con él no había remedio! Las cosas se complican, sin embargo, cuando este único libro es, por ejemplo, El código Da Vinci, obra ésta de reducida calidad y amplios prejuicios. Uno de sus lectores me dijo un día: «¡Ahora lo he comprendido todo! La venda se me ha caído de los ojos». ¿De qué venda hablaba?, ¿a qué se refería? No me lo dijo, pero él creía haber encontrado la verdad del mundo y de la vida en sólo 512 páginas fáciles de digerir. Respondí entonces a este lector deslumbrado: «¿Y ya has leído por lo menos los Pensamientos de Pascal para que la venda se le caiga más?». «¿Y para qué he de leer otros libros? –me contestó-. ¿Para que luego un libro contradiga al otro?, ¿para que el siguiente niegue lo que acaba de decirme el anterior?». Sí, los hombres de un solo libro son temibles, tenaces y feroces. ¿Incluso los que sólo leen la Biblia? Sí. Porque para leer la Biblia, y sobre todo para entenderla como se debe, son necesarios los comentarios de los Padres, las anotaciones de los estudiosos, las exégesis, las guías. ¡Incluso la Biblia, que es el libro por excelencia, necesita de otros libros que nos la expliquen! Todos los fundamentalismos han nacido de la malhadada costumbre de no leer más que un solo libro: los fundamentalismos religiosos, pero también, y sobre todo, los fundamentalismos antirreligiosos. He aquí lo que Italo Calvino (1923-1985), el famoso escritor italiano, dijo un día en una conferencia memorable: «Es verdad que ha habido civilizaciones y religiones y pueblos que se han reconocido en un único libro, El Libro, pero éste podía contener infinidad de libros, como el que llamamos justamente La Biblia, es decir, ta biblía, es decir, los libros, en plural, y no el libro. Y aun cuando el texto sagrado sea un solo libro, como es el caso de El Corán, exige una producción interminable de comentarios y exégesis, de tal manera que se puede decir que, tanto más un libro es considerado como definitivo e indiscutible, tanto más se reproduce a sí mismo llenando bibliotecas enteras». No es para nada una casualidad que sólo hasta que un hombre llamado Martín Lutero invitó a sus seguidores a leer sólo Biblia, se produjo el cisma más estrepitoso que recuerde la historia. Lutero quiso prescindir, en efecto, de los comentarios de los Padres, de las glosas de la tradición, de las puntualizaciones de los teólogos, o sea, de los demás libros, y lo único que consiguió fue la dislocación, la fractura, la división y la herejía. Así como el hombre necesita estar junto a otros hombres (el aislamiento es casi siempre destructor), así un libro necesita estar siempre junto a otros libros, pues de lo contrario este solo libro podría hacer creer a su poseedor que ya no es necesario leer nada más. Una vez dijo don Miguel de Unamuno (1864-1936) que prefería ver y oír a leer; «pero –agregó-, puestos a leer, hay que leer mucho». ¿Por qué mucho y no poco? «Porque cuanto menos se lee –explicó en seguida- hace más daño lo que se lea. Cuantas menos ideas tenga uno y más pobres sean ellas, más esclavo será de estas pocas y pobres ideas. Las ideas se compensan, se contrastan, se contrapesan y hasta se destruyen unas a otras». Claro, así es. El hombre de una sola idea es intransigente, como se ha dicho; el de dos ideas, ya se contiene un poco a la hora de hacer estallar su cólera; el de tres ideas se detiene a sopesarlas una a una; el de cuatro ideas… Sigue diciendo Calvino: «Nuestra civilización está cimentada en la multiplicidad de los libros; la verdad se encuentra siguiéndola de las páginas de un volumen a las páginas de otro volumen, como una mariposa de alas de colores que se nutre de lenguajes diversos, de confrontaciones, de contradicciones». La verdad es una, pero no es monolítica; no es monótona, sino sinfónica. Se parece, para decirlo de una vez, más a una biblioteca que a un libro solitario.