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Cuando un alcalde llama “nacos” a visitantes, no está describiendo un hecho, está exhibiendo un prejuicio
00:01 jueves 18 diciembre, 2025
Colaboradores
Hay palabras que funcionan como ventanas. No importa cuánto intente cerrarlas quien las pronuncia, pues dejan ver todo. Cuando un alcalde llama “nacos” a visitantes, no está describiendo un hecho, está exhibiendo un prejuicio. Y lo más revelador es que lo hace con la tranquilidad de quien cree que esa idea es compartida.
Lo de San Miguel de Allende no ocurre en el vacío. Ocurre en un contexto donde ciertos destinos turísticos se sienten exclusivos, casi de autor, como si la ciudad fuera una membresía y no un espacio público. El problema es que esa fantasía choca con la realidad, ya que San Miguel vive, en buena medida, del turismo regional.
San Luis Potosí es parte clave de esa ecuación. No lidera rankings nacionales ni presume cifras espectaculares, pero mantiene un flujo constante de visitantes. Dos horas y media de carretera bastan para convertir a San Miguel en escapada natural de fin de semana. Eventos, gastronomía, descanso, cultura. Viajes cortos, frecuentes, repetidos. Eso también es derrama económica, aunque no siempre se mida con champagne.
Ahí está lo que no se dice: sin ese turismo cercano, el que no duerme cinco noches ni compra arte en dólares, muchos destinos del Bajío simplemente no tendrían el movimiento que presumen. Pero es justo ese visitante el que suele ser mirado por encima del hombro. Bienvenido mientras consuma, incómodo cuando existe.
Y no, no es un episodio aislado. Guanajuato ya había pasado por algo parecido en 2018, cuando se pidió, sin pudor, un “turista con mayor derrama”, dejando claro que el problema no era la planeación urbana, sino la gente que “gastaba poco”. El mensaje fue claro: no todos son igual de deseables.
Este tipo de clasismo no es patrimonio de un partido, una región o una ideología. México lleva años normalizando etiquetas como si fueran argumentos. “Naco”, “fifí”, “chairo”, “derechairo”. Palabras que no buscan debatir, sino anular. Que no describen ideas, sino personas. Y que, curiosamente, suelen salir de bocas con poder.
La era de López Obrador dejó esto aún más expuesto. La división simbólica entre “chairos” y “fifís” convirtió el debate político en una caricatura social. De pronto, no importaba qué se pensaba, sino desde dónde se pensaba. La clase, real o imaginada, se volvió el enemigo a vencer.
Lo perverso es que este lenguaje termina filtrándose a las instituciones. No se queda en redes sociales ni en declaraciones altisonantes. Influye en decisiones, en prioridades, en a quién se le cree y a quién se le vigila. El clasismo, cuando se normaliza, se vuelve política pública silenciosa.
Por eso importa tanto quién dice qué y desde dónde. Aunque no debería un ciudadano puede ser clasista; es reprobable, pero es individual. Un alcalde no. Ahí el mensaje pesa distinto. Ahí se legitima. Ahí se enseña, incluso sin querer, que hay ciudadanos de primera y de segunda.
La ironía es brutal: destinos que viven de vender hospitalidad terminan mostrando su lado más excluyente justo cuando se sienten cuestionados. Como si el problema fuera el visitante y no la incapacidad de actuación ante cualquier circunstancia y de gestionar ciudades pensadas para todas las personas.
Tal vez la discusión no sea si alguien “merece” el calificativo, sino por qué seguimos creyendo que clasificar personas es una forma válida de gobernar. Porque cuando el clasismo se dice en voz alta, no es un error de comunicación, es una confesión. Y esa, aunque se quiera matizar después, ya no se borra.
La reflexión necesaria pasa por reconocer que el discurso público no es un asunto menor ni accesorio. Es una herramienta que puede contribuir a la cohesión social o profundizar desigualdades ya existentes.