Vínculo copiado
La fotografía, escribió Susan Sontag en uno de sus libros más bellos, es un arte elegíaco, un arte crepuscular
00:12 domingo 28 abril, 2024
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Camino con un amigo por el centro de la ciudad y tanto él como yo, sin ponernos de acuerdo, aminoramos la marcha para observar con atención la siguiente escena: ocho ancianos con aspecto de turistas –los juzgamos turistas a causa de las ropas extravagantes, chillonas e informales que llevan puestas- dan a una joven que pasa por allí una cámara fotográfica y le piden con que les haga una fotografía. La joven acepta: es una muchacha toda vestida de negro que pronto, según yo, va a echar a correr con cámara y todo dejando a nuestros visitantes con un palmo de narices. Pero no. La muchacha no ha resultado ser una ladrona y hasta les sonríe con dulzura. Los viejos se abrazan, posan ensayando su mejor sonrisa, se oye un clic más silencioso que el batir de alas de una mariposa, la cámara vuelve a las manos de las que salió y la vida prosigue su curso con normalidad y armonía. Me dice entonces mi amigo entre sarcástico y burlón: «¿No pudieron esos señores escoger un decorado mejor, un fondo menos feo?». En efecto, los tres ancianos se habían colocado justo delante de un monumento que de bello no tenía nada. ¿Qué habían visto de hermoso en ese montón de piedras que los pedantes llaman arte moderno? Sí, yo estaba de acuerdo con mi amigo: aquellos turistas debieron haber pensado en un decorado menos vergonzoso. «¿Qué van a decir los que vean después y en otro lugar todas esas fotos?», siguió diciendo mi compañero de camino. «¡Quién sabe lo que van a decir! Pensarán, sin duda, que en San Luis Potosí no hay nada que ver, salvo esas piedras ridículas. ¡Qué mal gusto el de estos señores!”. Como digo, yo era del mismo parecer que mi amigo. ¿Por qué no habían elegido como fondo para su fotografía la fachada del Templo del Carmen, por ejemplo, o la Caja del Agua, o ya por lo menos un monumento simbólico y digno de admirarse? Pero no; habían escogido el más antiestético –y feo, todo hay que decirlo- de cuantos pudieron encontrar a su paso. Me quedé mirando a los turistas con cierto rencor, pues con toda seguridad dirían en sus casas cuando estuvieran de regreso en ellas: «¡Miren, hemos estado en la ciudad de San Luis Potosí! ¿No es hermosa?». Pues no, señor, no era hermosa esa parte de San Luis que habían elegido como material para el recuerdo. Y yo seguía mirándolos. Hasta que después, al reparar en sus canas, en sus cabezas calvas y en su edad, mi antipatía se convirtió en compasión, casi en ternura. Viéndolo bien, ¿qué les importaban a ellos esas malditas piedras? Lo más seguro es que no se hubieran fotografiado para decir a sus amistades: «¡Miren qué cosas más bellas hemos visto por allí!», como se fotografía uno en París para decir después: «¡He estado en la Torre Eiffel y hasta he tocado su estructura con mis manos!». No, no era por la belleza de aquel túmulo por lo que habían pedido a la joven de negro que les hiciera una fotografía: era por el placer de estar juntos, de poder abrazarse, acaso por última vez. ¿Quién podría jurar que mañana todavía estarían aquí, hombro con hombro, celebrando la amistad y la vida? ¡Hoy lo estaban, sin embargo, y era necesario festejar el acontecimiento tomándose una fotografía para luego revivir el momento aunque sólo fuera en el recuerdo! No, no era el llamado arte moderno lo que les importaba: era el afecto, era el abrazo lo que ellos querían que perdurase en una imagen que detuviera, por decirlo así, el fluir del tiempo. ¡La fotografía, qué arte más nostálgico! «La fotografía –escribió Susan Sontag (1933-2004) en uno de sus libros más bellos- es un arte elegíaco, un arte crepuscular. Casi todo lo que se fotografía, por ese mismo hecho, está impregnado de patetismo. Algo feo o grotesco puede ser conmovedor porque la atención del fotógrafo lo ha dignificado. Algo bello puede ser objeto de sentimientos tristes porque ha envejecido o decaído o ya no existe. Todas las fotografías son memento mori. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona. Precisamente porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo” (Sobre la fotografía). En realidad, no nos fotografiamos nunca para poder demostrar después que tuvimos la fortuna de pisar alguna vez ciertos lugares, por santos o poco santos que fueran; nos fotografiamos para demostrar –con documentos fehacientes y dignos de todo crédito- que una vez tuvimos a alguien a quien abrazar, que no siempre estuvimos solos y que, por lo tanto, nuestra vida no ha sido absurda. Aquella fotografía mantendría para siempre juntos y abrazados a aquellos que, una semana más tarde, la vida se encargaría de separar. Las piedras eran sólo un pretexto, un fondo como otro cualquiera, una excusa para esbozar una sonrisa y se supiera que también nos fue dado reír en este valle en el que casi nada se nos da sin lágrimas. Tras pensar todo esto, me separé de mi amigo estrechándole la mano y me acerqué a aquellos viejos que tan felices se veían de estar juntos, y les pregunté:
-¿No querrán que les tome una fotografía, señores? Pero acaso temían que fuese yo un ladrón que lo único que quería era robarles su cámara y me dijeron con amabilidad que no, que una joven acababa de hacerles una, y muy buena, por cierto, y que con ésa era más que suficiente. No me sentí ofendido. Para nada. Pero pude comprobar que, en efecto, el tiempo del abrazo había acabado. Ahora cada uno miraba hacia donde quería y tomaba el rumbo que le venía en gana.