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Cinco años antes de morir, en 1965, François Mauriac, el famoso novelista francés, hace un recuento de su vida
00:12 domingo 26 mayo, 2024
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Cinco años antes de morir, en 1965, François Mauriac, el famoso novelista francés, hace un recuento de su vida y se pregunta lleno de estupor cómo ha podido llegar tan alto. No fue lo que se dice un escolar aprovechado, las matemáticas le aburrían y sus notas en literatura no eran precisamente las más altas, pese a que ya desde su niñez leía casi todo el tiempo. Dice de sí mismo en sus Nuevas memorias interiores: «Era muy endeble y sólo contaban en la clase los muchachos con el pelo ensortijado. Mi cabeza rapada y mis párpados caídos no agradaban al maestro, que se llamaba Garouste. Era pelirrojo, con una mandíbula poderosa y vestía una levita muy manchada. ¡Qué miedo me daba! Me hubiera hecho feliz cualquier palabra suya, cualquier mirada… Pero él solamente se interesaba por un muchacho de pelo rizado que se llamaba Gabriel»… No era Mauriac atractivo, ni uno de esos niños que saben ganarse al instante la atención o la ternura de la gente; no, su cara era como la de un huérfano, y además encontraba muy difícil el aprendizaje de las lenguas. Evocando su niñez, ese periodo de la vida que todos llaman feliz sólo para mentirse a sí mismos y mentir a los demás, Mauriac, perplejo de sus logros, ve con asombro la cima en que se encuentra, y vuelve a decir: «Lo que más me aflige cuando considero mi vida es la desproporción entre los medios de que disponía en mis inicios y lo que he obtenido… Aquel insignificante provinciano, al margen de la verdadera cultura, educado en un colegio cuyo nivel no estaba hecho para despertar un espíritu, aquel estudiante cerrado a las matemáticas, poco dotado para la filosofía, ignorando los idiomas extranjeros y tributario, por tanto, de las traducciones, logró, sin embargo, pertenecer muy pronto a la Academia Francesa. Doctor honoris causa en Oxford, obtuvo por último el Premio Nóbel de Literatura»… El novelista casi no puede creerlo. ¡Pero si no estaba dotado para casi nada! ¿En virtud de qué había conseguido lo que no pudo obtener Gabriel, aquel niño de cabello ensortijado, ni casi nadie de su generación (salvo André Gide y uno que otro más)? Había en este mundo, mientras él vivía, otros muchos hombres más inteligentes que él, pero el éxito y el renombre no estuvo destinado a ellos, sino sólo a este pobre bachiller del que sus compañeros se apartaban casi por instinto. ¿Por qué a los otros no?, ¿por qué precisamente a él? Mauriac no encuentra otra explicación que ésta: «Yo tenía una palabra que transmitir. No era el único en poseerla, pero muchos otros que hubieran podido encargarse de hacerlo, se habían desprendido de ella, la habían olvidado. Yo la mantuve». Y –lo reconoce con humildad- si finalmente fue un hombre que triunfó, fue porque nunca buscó triunfar. ¿Buscó el Nobel? Ni siquiera pensó en él. «Esta ausencia de un plan calculado –sigue escribiendo en sus memorias- y el hecho de no haberlo pensado nunca, me hizo evitar todas las gestiones que el jurado Nobel detesta. Los que no piensan en ello lo obtienen más a menudo que los que lo piensan siempre».
Y con estas palabras, Mauriac, sin pretenderlo siquiera, nos da una receta para vivir, un consejo de hermano mayor que sabe lo que dice: lo mejor es no buscar. No buscar ser amados, no buscar el primer puesto en el banquete o en el estrado, no buscar el aplauso, ni el elogio, ni el reconocimiento. Es preciso hacer lo que hacemos sin preocuparnos de nada más, pues en esta vida todo sucede como con la búsqueda de los tesoros, que quien los busca no los encuentra jamás. Una familia conocida mía buscó siempre en su casa una vasija llena de monedas de oro que un supuesto antepasado había enterrado en algún lugar. Y como aseguraban que el supuesto antepasado se les aparecía de cuando en cuando por las noches, hicieron un hoyo en la sala, luego otro en la cocina y otro más en el comedor, pero sin que por eso apareciese por ningún lado el tesoro anhelado. Hacían cálculos: ¿se trataría de monedas de oro o sólo de plata?, ¿eran muchas o más bien pocas?, ¿estaban en un cofre o en una olla? ¿Y cuánto podía valer una sola moneda de esas? ¡Ah, si las encontraban, ahora sí que serían ricos de veras! Al cabo de un año, la casa daba toda la impresión de haber sido bombardeada, de modo que decidieron venderla. Si dijeron unos a otros: «¡Vayámonos de aquí, pues no hay tal dinero y además espantan!». Cuando llegó el nuevo inquilino, al ver la finca tan deteriorada, exclamó, lleno de pesadumbre: «¡Qué error cometí al comprar esta ruina!», y diciendo esto dio un puntapié a un muro que le chocó ver ahí sin ningún motivo razonable. El muro, que no era muy alto, se vino abajo y… Y bien, sí, ¡ahí estaba el tesoro! De pronto el airado comprador ya no sabía cómo detener el chorro de monedas que brotaba de las grietas como un manantial que no se agota.
¿Por qué mis amigos no pudieron encontrarlas? Porque las buscaban. De no haber pensado en ellas, éstas habrían recompensado su desinterés saliendo de su escondrijo a la menor provocación. Si Mauriac hubiera esperado el Nobel, éste no habría llegado nunca, y él se habría sentido muy triste. Pero él siguió escribiendo sin esperarlo, y el premio acabó por llegar. ¿Quiere usted ser amado, señor? ¿Quiere usted que la quieran, señora? Bien, no busque serlo y conténtese con amar, que lo demás ya no le toca. ¿Querría ser el primero en el corazón de su jefe, o ya por lo menos en el afecto de sus superiores? Bien, entonces renuncie inmediatamente a su ambición, pero, en cambio, haga las cosas lo mejor que pueda y sin esperar nada más. En este mundo sólo encuentra el que no busca, recuérdelo. Únicamente cuando haya dejado de buscar, encontrará. Esté usted seguro de ello.