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Hoy, a las cinco de la tarde, un amigo y yo hemos nos hemos tomado juntos un café. ¿Y qué tiene esto de extraordinario?
00:12 martes 20 febrero, 2024
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Hoy, a las cinco de la tarde, un amigo y yo hemos nos hemos tomado juntos un café. ¿Y qué tiene esto de extraordinario?, se me podría preguntar. Mucho, pues ha sido un verdadero milagro. Pero vayamos por partes. Este amigo y yo nos vimos por última vez hace dos meses y diez días, y desde entonces han pasado una infinidad de cosas. Él, por lo pronto, ha tenido que hacer, por razones de trabajo, un viaje a Brasil, tres a la Ciudad de México y otros tantos a Mérida, Zacatecas y Querétaro. ¿Cuántos peligros ha tenido que sortear en estos setenta largos días? Pienso por ahora sólo en su viaje a Brasil: ir a Brasil supone, por ejemplo, subirse a un avión, con todos los peligros que este acto comporta. ¿Es que no nos ha demostrado la experiencia que los aviones a veces se caen, despegan mal, aterrizan peor o sencillamente desaparecen en el aire? Luego, al salir del aeropuerto, este amigo ha tenido que rentar un auto y sortear con destreza y maestría todos los autos que circulaban por la autopista más transitada de Río de Janeiro. ¿De cuántos autos estamos hablando? Miles, millones, de los cuales cien, o por lo menos dos, pudieron haberse impactado contra el suyo. El auto en el que viajaba mi amigo tampoco se quedó sin frenos a medio camino, lo cual es ya un milagro. ¡En pocas palabras, sobrevivió a la experiencia! Todos los autos que circulaban por la autopista más transitada de Río de Janeiro se comportaron en aquel momento como debían hacerlo, cosa ésta tanto más extraña cuanto que no siempre los autos se comportan así: a veces se descarrilan o empiezan a echar humo por el puro placer de armar jaleo o de entorpecer el tráfico. Luego, de regreso, tuvo que subirse a otro avión, correr idénticos riesgos que en la ida y, por último, abordar el taxi que lo llevaría a la Central Camionera del Distrito Federal para tomar luego el autobús que lo devolvería a su casa ¡Y otra vez miles y miles de autos! Así pues, el número de peligros que ha tenido que sortear mi amigo para estar aquí, tomándose un café conmigo a las cinco de la tarde, ha sido infinito. ¿Cómo no agradecer el encuentro, cómo no celebrarlo? Pero mientras mi amigo iba a Brasil y volvía, yo también he corrido otros tantos peligros, aunque con la diferencia de que yo no me he ausentado de la ciudad ni siquiera por un día. Yo también he conducido, caminado por avenidas en las que los postes de luz pueden venirse abajo de un momento a otro, trotado por calles en las que la gente suele tirar cáscaras de plátano y, además, cargando con un corazón que en el minuto menos pensado puede cansarse de latir… ¡Sí, somos los sobrevivientes del día de ayer, como dijo en uno de sus poemas Mario Benedetti, el escritor uruguayo recientemente fallecido!
Y celebramos el hecho haciendo chocar nuestras tazas de café. ¡Cómo han de coincidir tantas cosas para que dos amigos puedan encontrarse! Cada uno a su manera, cada uno a su tiempo, expuso la vida y se enfrentó a innumerables riesgos para llegar a la cita. Y aquí está él. Helo aquí, como a un competidor victorioso que ha conseguido vencer un obstáculo tras otro para estar a tiempo, para no faltar allí donde yo lo esperaba. Y aquí estoy yo también. ¡Todo un milagro de cronometría! Somos como dos Ulises que, habiendo viajado por mares embravecidos, quedan de verse en la Isla de Calipso el 22 de abril a las 5 de la tarde y llegan ambos a la hora convenida. ¿No es fantástico? Si quiere usted reírse, ríase: después de todo, está en su derecho. Pero, lo que es a mí, me maravilló el hecho de que mi amigo todavía estuviera en estos contornos o rincones del mundo, agitando con su cucharilla esos indestructibles granos de azúcar que siempre se quedan sin disolver en el fondo de las tazas de café. Cuando llegué a mi casa y platiqué el gozo que me había dado ver con vida a mi amigo, uno de mis parientes me miró con extrañeza y por poco me toca la frente con el dorso de su mano para cerciorarse de que no tuviera fiebre. Pero no, no tenía fiebre. ¿Por qué iba a tenerla? Era simplemente gozo (y el gozo, ¿no es febril?). -Pues claro que está vivo tu amigo –me dijo mi hermana-. ¿O es que esperabas que estuviera muerto? Y cuando le expliqué todo lo que hubo de pasar para que nuestro encuentro pudiera producirse, me dijo con tono enfadado. -¿Por qué has de tomarte las cosas siempre tan a lo trágico? Pero no, no era eso; no es que viera las cosas desde el ángulo de la tragedia; es que las veía desde el ángulo de la maravilla, lo cual es muy distinto. Continúo diciéndole a mi hermana:
-Lo peor que nos puede pasar es que nos acostumbremos a la vida, a despertar cada mañana. ¿Quién ha dicho que despertar sea una cosa de pequeña importancia, algo, en fin, que nos sea debido? ¡Millones de hombres y mujeres mañana ya no despertarán! Vivir no es natural, la vida no es natural, vivir es un milagro. -Vaya, pues piensa lo que quieras. Sí, prefiero pensarlo así. Elijo creer que todo ser que llega a mí es un sobreviviente del día de ayer, un náufrago que no sé si sucumbirá hoy por la noche al embate de las olas de este mar picado que es la vida, un emigrante al que está a punto de vencérsele la visa de trabajo, un extranjero que quizá mañana partirá allá adonde quiera llamarlo su Señor. ¡El milagro de estar! ¿No es maravilloso? Pudimos no haber estado; podemos, a partir de ahora, ya no estar más. Sólo cuando veo así a mi amigo, sólo cuando él me ve así –como un exiliado que tendrá pronto que irse a su verdadera casa-, podemos convertir una ida al café en una fiesta; sólo entonces podemos tratarnos mutuamente con el cuidado con que se trataría al último ejemplar de una raza en peligro de extinción.