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La belleza se encuentra más pura en aquellas formas corporales humanas que carecen totalmente de conciencia
00:03 domingo 21 julio, 2024
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En su ensayo Sobre el teatro de marionetas, cuenta Heinrich von Kleist (1777-1811), el poeta alemán, la siguiente anécdota: Una vez, él y un amigo suyo tomaban un baño en algún lugar del mundo cuando de pronto algo –quizá un guijarro, tal vez una espina: von Kleist no nos lo dice- hirió el pie de su acompañante. Éste, que gozaba de cierta popularidad entre las muchachas debido a su gran belleza física, se sentó y se puso a ver qué era lo que había pasado con su pie. Pero, mientras lo hacía, se vio de pasada a sí mismo en un gran espejo que estaba por ahí, sonrió con satisfacción y comentó al poeta lo que acababa de descubrir: que, en esa posición, se parecía mucho a aquel joven de la famosa escultura de París que fue eternizado sacándose una espina del pie. Pero dejemos que sea el mismo Heinrich von Kleist quien nos refiera el desenlace de la historia. «De hecho, en ese preciso momento (en que su amigo se inclinaba), yo había observado lo mismo (que se parecía al muchacho de la estatua); mas, para poner a prueba la seguridad de la gracia que poseía, para herirlo un poco constructivamente en su orgullo, reí y contesté que de seguro veía visiones. Se ruborizó y alzó el pie por segunda vez; pero como era fácilmente previsible, el intento fracasó. Confundido, alzó el pie por tercera, por cuarta, quizá hasta por una décima vez: en vano; era incapaz de reproducir aquel movimiento. Pero, ¿qué digo? Sus movimientos eran en cierto sentido tan cómicos, que tuve que esforzarme por contener la risa. »A partir de aquel día –continúa el escritor-, más bien a partir de ese momento, se operó en el joven un cambio incomprensible. Comenzó a pasarse los días ante el espejo, perdiendo un encanto tras otro. Parecía que una fuerza invisible e incomprensible se hubiera interpuesto como una red metálica para impedir el libre juego de sus gestos y, transcurrido un año, no quedaba en él huella alguna de aquel encanto que en otros tiempos deleitara los ojos de quienes le rodeaban». ¿Qué había pasado con este joven? Que cuando obró con naturalidad, es decir, sin más preocupación que la de realizar un gesto urgente –quitarse de encima una espina que lo hería- todo su ser estaba como rodeado por un aura casi mágica; mas cuando se dio cuenta de que era bello, entonces lo echó todo a perder: sus gestos ya no eran libres, sino afectados, perdiendo así toda gracia y naturalidad. ¡Ah, si no hubiera estado ahí ese maldito espejo!... En otras palabras: la belleza o no sabe nada de sí misma, o deja al instante de ser belleza. Una persona es bella sólo hasta el momento en que se percata de que lo es, pues cuando lo sabe ha perdido ya todo su encanto. De ahí que von Kleist concluyera su ensayo con las siguientes palabras: «De este modo, la belleza se encuentra más pura en aquellas formas corporales humanas que carecen totalmente de conciencia, o que poseen una conciencia infinita, es decir, en una marioneta o en un dios». Algo muy parecido escribió una vez Franz Werfel (1890-1945), el novelista austriaco, en uno de sus libros: «Una mujer es hermosa, en el más puro sentido, mientras no sabe que lo es. Cuando aparece la conciencia de su belleza, ésta queda contaminada por la vanidad» (Entre el cielo y la tierra). Sucede con la belleza como sucede con la santidad, o, más generalmente, como sucede con la virtud, que tan pronto como es consciente de sí misma, ésta se desvanece. Los santos son santos sólo hasta el momento en que ignoran que lo son, pues, en cuanto lo saben, han cometido ya un pecado, el pecado de soberbia, y por lo tanto han dejado ya de ser lo que eran. La mujer que se sabe hermosa, ¡con qué aparato, con qué artificialidad se mueve por las avenidas de la vida! Se mueve como una reina y, al pasar por las vidrieras de las tiendas que visita, se lanza furtivas miradas para admirarse a sí misma. ¡Ah, si supiera que por culpa de ese gesto tonto acaba de perder lo que buscaba! He aquí la gran paradoja: o la belleza es humilde o no lo es. Pero no, no se puede hablar aquí de humildad, pues la humildad, sea como sea, algo sabe su condición; en cambio, la belleza verdadera, esa que produce arrobamiento, silencio y estupor, todo lo ignora de sí misma. He aquí una escena que he visto muchas veces: un hombre que va conduciendo por alguna calle se detiene ante un semáforo en rojo y gira la cabeza distraídamente para ver mejor el auto que tiene a un lado suyo; este auto es conducido por una hermosa mujer. Ella aún no se ha dado cuenta de que es contemplada por el conductor vecino, y su belleza se muestra en toda su naturalidad, en todo su esplendor, por decirlo así. Ah, pero llega el momento en que ésta se da cuenta de que es observada, y entonces empieza a fingir y a actuar, a mostrarse artificial y un tanto altanera, como las actrices que suele verse en los programas de televisión, y entonces el encanto se rompe. ¡Qué pena, y todo por esa malhadada afectación que ni siquiera venía a cuento! Así como la santidad no tiene más enemigo que el pecado, así la belleza no conoce más enemigos que los espejos. Narciso lo sabe: ¡si no se hubiera contemplado en el agua de aquella fuente!... Pero lo hizo, y gracias a ello dio finalmente al traste con todo. Conclusión: no pierda su tiempo mirándose al espejo, muéstrese como es, y entonces los que viven cerca de usted acaso terminarán haciendo lo que suele llamarse «un gran descubrimiento». A usted no le toca descubrir ni mostrar nada; a usted, en todo caso, sólo te toca una cosa: vivir, ser usted mismo, no preocupándose de nada más. El resto lo harán los otros, si es que alguna vez lo hacen. Téngalo por verdad indiscutible: sólo cuando quiera exhibir su belleza se quedará sin nada que valga la pena de admirar.